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Barcelona parte 2: Te amo.

Residencia Lesseps, Gracia, Barcelona.

¿No te gustó? Ay, a mí sí me encantó Barcelona. Es vegana y guapísima.

***
Todos mentimos, de vez en cuando.

(Yo dramática y exagerada, pues.)

Y cuando digo que odio a Barcelona, pues, quizás no es totalmente verdad.

Barcelona, no eres tan mala, después de todo

***

En mis fotos de Barcelona hay selfies de yo sola en el cuarto de la residencia Lesseps, en Gracia. Se observa un fondo triste y grisáceo, más impersonal que los mismos cuartos impersonales de hoteles. En este subcuarto de hotel, que presenta en esencia un mayor reto de personificación y de instalarse, puesto que solo estás tú y tu cama dura, tu almohada amenazadora y una vista triste. Pones música, con la esperanza de que te abracen recuerdos. Ves la compu y sabes que te está diciendo que al menos hagas algo útil con tu tiempo, como escribir. ¡Hace cuanto que deseás estar sola y escribir!

Amo mi soledad de Barcelona. Mis desayuno eran en Lukumas, mi albergue, mi amor. Al medio día, eran caminatas y almuerzos sola en Gracia, barrio compuesto de una sucesión de placitas, en las alturas de una ciudad extraña. La noche corta comenzaba con caminatas de 10 kilómetros por todo el centro, mi ruta desde el Passeig de Gracia hasta el Born, y de vuelta.

Y amo el turismo de café por lugares como Satan’s Coffee Corner, y mi turismo literario por la librería Laie y sobretodo la Central del Raval. Yo podría vivir, sin problema alguno, en La Central del Raval, pero creo que no hacen de Airbnb; así que me quedo con el mío, en la Carrer d’Avinyo, con el mejor anfitrión del mundo y mis roommates, high five to my man Carly. La verdad, no estaría mal tampoco vivir en la misma calle en la que Picasso exploró burdeles que inspiraron su obra las Mujeres de Avinyo; y no, no se refiere a Avignon, FR.

Y las palabras en Catalán me llevan a conversaciones externas a ese viaje, así que hay viajes dentro de mi viaje, allí en Barcelona. Amo recorrer esta extrañeza y apropiarme de adeu como si fuera mío, y buscar la chocolatería Chök, buscando donde venden donas, y preguntar ¿Dónde venden donas? Y tener que aclarar que me refiero a la comida, los donuts.... Hasta entonces se acalara el malentendido de que no ando buscando mujeres (donas, en catalán), sino comida deliciosa.

También amé las montañas de Montserrat. Cuando quiera perder la cordura una vez por todas, me iré a Montserrat.

Amé tanto el turismo estrafalario que no me importó dejar todo mi dinero en la sucesión de Miró, Picasso, Gaudí en plural y la Sagrada Familia en particular. No me importa, quiero más. Quiero alternarlo con cosas gratis, como la impresión de la plaza de Pi y la Avenida de la Catedral y un vistazo humilde al Palau de la Música, sin dejar atrás recomendaciones puntuales de picniquear en El Parc de la Citadella y de visitar el Hospitalet recinto modernista de… no me acuerdo como se llama, y ya es tarde y tengo sueño. Ah, sí: Sant Pau.

Bello.

Y parte de la belleza también es bajarte es Les Corts, que no sabés pronunciar, y darte duro e interrumpir partidos de ajedrez para encontrar la calle de Deu i Mata, y comer y chambrear con Arpa Editores.

Mi parte favorita es, sin duda, errar y caminar y sellarlo con comidita, comidillas, y demás en Foc, con la playa atrás, y preguntarme por los contrastes que viven, compuesto por todas las zonas y todas las personas, allí en Barcelona. Te amo un poco, Barcelona.
A solas, con pensadera, en la Residencia Lesseps, en Barcelona.


Barcelona parte 1: Barcelona, te odio


En Born en frente, El Gótico atrás.


Todos hacemos cosas banales, de vez en cuando.

(Yo hago cosas banales y aburridas, pues.)

Una de mis actividades banales que ocupa mi tiempo de cuando en cuando es ver fotos. Odio las fotos, pero las amo. Odio ver las fotos. Odio acumular cosas, pero amo tomar fotos que se acumulan y se llena el almacenamiento de mis dispositivos (ajá, soy yo la persona que usa la palabra “dispositivos” para referirse a los aparatos digitales estilo computadora y celular y tablet y…). ¡Maldita sea! ¿Cómo es posible que siempre acumulo fotos? Entonces, para volver por la tangente, me pongo a ver fotos que odio y que odio ver y que, aunque no quiera, tengo que borrar, porque son más fuertes las notificaciones que me avisan de que no tengo espacio en mi iCloud que mi paciencia.

Muchas cosas pierden vigencia, no tiene sentido guardar cada recibo y cada miga.

Y la tecnología es una mierda. Un ser manipulador, eso es la tecnología: te hace creer que es tu amigo y cuando menos te lo esperas, te traiciona. (Traducción: he vivido demasiadas veces la decepción de perder fotos y archivos.)

Yo no confío en la tecnología, este Hotel California, que te hace sentir tan bien porque está mal.

Y así que me pongo a ver fotos y las borro.


***

Cuando me pongo a ver fotos, me encuentro con un montón de fotos de Barcelona. Conservo fotos de Barcelona, fotos malas pero chivas y fotos equis y hay mucho azul en mis fotos de Barcelona. Más de alguna vez he dicho, en mi cabecita, cosas Ah, voy a quedarme con esta foto de estos colorcitos de este sofá y otras cosas como Bueno, la verdad es que no necesito dos fotos de esta terraza con sombras y seres inertes…. Pero más que todo me digo cosas como “Barcelona, te odio.”

Odio las palmeras creídas que se reparten en toda la ciudad. Odio en particular las palmeras de la Plaça Reial, entre Catalunya y el Gótico.

Odio que no haya ido en diciembre de 2007, y así coincidir con mis mejores amigos y mi hermano/primo/tío, y que la playa estuviera fría y la frivolidad tapada.

Odio que, cuando llegué el año pasado en el primer tercio del mes de junio, me haya dejado el avión y tuve que tomar otro avión y llegar desvelada, angustiada, y cansada al Mirador de Colom. Me senté el interim entre la estación Barcelona Sants –qué lugar más horrendo, ese espacio de dar vueltas por hora y media buscando respuestas–, tras haber descartado invitaciones de varios H&M que me decían que pasara adelante; impresionada con cosas no muy impresionantes como una experiencia enlatada de consumo de café “orgánico” y repostería-enemiga-de-mi-páncreas, y me dije “Me voy a morir en cualquier momento."

Odié ir a Monsterrat, malhumorada y no preparada para caminata alguna; y no, esta vez no eran las hormonas.

Odié la invasión de turistas que, a diferencia de yo, parecían disfrutar de la vida, de manera sublime y sin ropa, y yo, pues, ya superé el hedonismo y soy muy friolenta. El día que me atreví a salir en shorts y en camiseta, y me puse mis sandalias de leopardo que solo yo percibo como elemento especial… Pues ese día llovió y me quedé atrapada en el Born.

Odio sentirme tan perdida en un laberinto en el que todo es hermoso y contrastan épocas históricas y corrientes artísticas, y se maquilan los brunch.

Mis sentimientos encontrados aluden un poco a esta frase de mi querido Enrique Vila-Matas, extraída de París no se acaba nunca:

Me gusta tanto lo que hay en París que la ciudad no se me acaba nunca. Me gusta mucho París porque no tiene catedrales ni casas de Gaudí.

La frase esta me hace ver París con ojos que no son de París, que se acercan a los míos que tampoco son franceses; y veo esa Barcelona que yo no puedo ver, porque mis ojos no son los de Enrique Vila-Matas que ha visto esa ciudad toda su vida. Yo, con lo poco que he visto y con lo que me queda en las fotos que borro y no borro, puedo decir que Te odio, Barcelona.


En algún lugar, en algún momento.
Patricia Trigueros

El París de Hemingway y el de Vila-Matas


París es una


Esto no es un accidente: quiero escribir algo de Ernest Hemingway, porque he leído cosas de él, porque hoy cumplió años. Y aunque últimamente no sé qué día es, revisé en el calendario y sí, es 21 de julio, día que me acordó a lo que escribía Enrique Vila-Matas en París no se acaba nunca. Tuve en mis manos un Fiesta de Ernest Hemingway y dos París no se acaba nunca, y leí y viví el ritmo de anécdotas, el back and forth en la línea de tiempo, los paralelos exhaustivos entre el París de Hemingway y el París de Vila-Matas, mi nuevo mejor amigo. ¿Qué mejor manera de celebrar este 21 de julio que con las frases de París no se acaba nunca? El libro te habla muy abiertamente de una obsesión con Hemingway que empieza en la juventud de Enrique y lo persigue en su vida adulta; y, al igual que París, no termina nunca.

¿Y qué hacía yo en la buhardilla de Duras? Pues básicamente tratar de llevar una vida de escritor como la que relata Hemingway en París es una fiesta.

Hacía lo que Hemingway hizo con Gertrude Stein y, como bien narra la contraportada de mi edición del bolsillo impresa con papel ecológico como producto de la modernidad en la que vivimos, “en vez de codearse con Scott Fitzgerald, Ezra Pound o Pablo Picasso, trata con Roland Barthes, Georges Perec, Isabelle Adjani, Julio Ramón Ribeyro y la escurridiza Paloma Picasso”. Cuenta escenas en las que juegan roles innatos estos personajes de la vida real que no conozco y en su ir y venir le enseñan al narrador-autor acerca del registro lingüístico, de miradas asesinas y de extremos y opuestos. Claro, también hay una escala de grises entre el sedentario que busca moras en el bosque con los nietos y el eterno extranjero-viajero.


Todo se acaba menos París, que no se acaba nunca, me acompaña siempre, me persigue, significa mi juventud. Vaya adonde vaya, viaja conmigo, es una fiesta que me sigue. Ya puede acabarse este verano, que se acabará. Ya puede hundirse el mundo, que se hundirá.

Que se hunda el mundo que se está hundiendo, mientras siguen vivos los lazos que miles, aparte de Hemingway y Vila-Matas, han forjado en París.


Llevo años intentando ser de lo más misterioso, imprescindible y reservado posible. Llevo años tratando de ser un enigma para todos.
Y esta consciencia de la identidad en construcción me hizo pensar (mucho) a un momento en el que le conté a mi diario que ya basta con expresarme tanto: me convertiría en una mujer misteriosa, difícil de leer, en vez de un libro abierto que nadie interpreta bien. Pero a Vila-Matas y a mí nos pasó lo mismo: esta especie de resignación, de entregarte a que parte de tu ser es y será lo que otros ven de vos. Y todo lo que él quiere es que lo vean como Hemingway.

...toda mi juventud y todo mi verano cabían en ese momento de mi vida y muerte, cabían en esa rue Amyot de París…

Los momentos tienen dimensiones: son un espacio medible, como un párrafo que se mide en línea, como una gaveta, un cuarto, un 65m2 en el que viví por dos años… Son esto que describe Vila-Matas con el verbo caber, espacios en el que se vacían los hitos personales que acumulamos, que llevamos guardando, que se vuelven nuestra maleta, el equipaje que no todos pueden cargar.

Creo que en esos días yo daba la espalda al mundo, a todo el mundo. Sin lectores, sin ideas concretas sobre el amor ni la muerte, y para el colmo escritor pedante que escondía su fragilidad de principiante, yo era un horror ambulante.

Pocas cosas son tan hermosas como la humildad de reírse de uno mismo, que vemos maquillada con la ficcionalización y la retrospectiva a lo largo del libro. Este tono, la ironía y la autodérision hacen que las escenas a las viajamos con Enrique en sus recuerdos y referencias a lecturas no sean solo alguien que se jacta del privilegio de tener un París que se acerca más al de Hemingway que el de tú y yo.

Me gusta tanto lo que hay en París que la ciudad no se me acaba nunca. Me gusta mucho París porque no tiene catedrales ni casas de Gaudí.

Me gusta tanto esta frase, no solo porque me gusta tanto París que puedo ir al París de varios autores y hasta al de cineastas y no me aburre, no se acaba. Me gusta mucho porque me hace ver París con ojos que no son de París, que se acercan a los míos que tampoco son franceses; y veo esa Barcelona que yo no puedo ver, porque mis ojos no son los de Enrique Vila-Matas que ha visto esa ciudad toda su vida.

En la Barcelona mojigata y franquista de la que yo venía era impensable ver a una mujer sola en un bar, y ya no digamos leyendo un libro.

Y veo que sus ojos no acostumbrados a una mujer sola, con el tono que me enamora, me acuerda a que acostumbramos ver en El Salvador. Y el primer adjetivo para describir a la ciudad, fantástico.

Qué horror. ¿Acaso ya no sé estar conmigo mismo? En el colegio me decían que, según Erasmo, quien conoce el arte de estar consigo mismo nunca se aburre. Parece que yo he olvidado ese arte.

En un bus de 9 horas me dijo mi amiga, la Mae, que no puede aburrirse el que maneja el arte de estar consigo mismo, visto desde la pantalla de un Samsung, en 2010. Me alegra mucho saber que hay un paralelo entre una ida a Managua y el colegio de Vila-Matas. Ah, aparte de que él lo dice en el contexto en el que describe la depresión hija del demonio que uno atraviesa cuando está solo, aislado, perdido y un poco cansado ya de varios días de cambios; cans.



Todo se acaba, mi estadía en París también, "menos París que no se acaba nunca"
Patricia Trigueros