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Si yo tuviera hijos


Child Art
*clears throat*

Con la música de un jueves en la tarde, la letra de yo pensando en voz alta, este es un texto que se canta al ritmo del condicional.
Si yo tuviera my dream age (37 años, que se hayan conjugado con mil otros factores) y yo tuviera hijos, hiciera lo siguiente:

  • Les pasara clases de música para que hablen un lenguaje que yo no entiendo y afilen el oído para inspirarse tanto en Chopin como en The Yardbirds, para luego componer sus propias cosas. Le hicieran homenaje a Beethoven el 17 de diciembre, sin tener que ver Google; y escribieran desde los 2 años (aunque suene inverosímil) con la agilidad de la pluma de The Shins, algo que yo no consigo. ¿Cómo es que se musicalizan las palabras?
  • Hiciera una piñata en Soya Nutribar con un menú orgánico, claro; y otra con tema de Cine Mudo o Old Hollywood, con decoración de imágenes blanco y negro, y música vieja.
  • Claro, disfraces de mini Oliver Twist/Revolución Industrial-kind-of-thing, una mini Scarlett O’Hara de Lo que el viento se llevó; un dúo dinámico como Bonnie and Clyde o un trío como The Supremes. A eso me sonaran los disfraces de halloween.  
  • Les leyera, antes de que se duerman, cuentos de todo tipo y, a medida sus ojos lectores avancen, clásicos de la literatura más densos y los griegos, epopeyas y teatro.
  • Me los llevara al mar por temporadas largas, para que pasen días desconectados y cansados del sol y la arena, durmiendo arruyados por el calor y la brisa del mar, ¿por qué no? No, no aquí no hay más que juegos de mesa y libros; nada de Nintendo ni dispositivos de la generación de mis hijos que no existen, no.
  • Recitaríamos juntos poemas aprendidos por ellos en el colegio y, si es necesario, de mis favoritos, también; porque Neruda, Espino y los Poètes Maudits van a seguir siendo importantes. (Dejaré a Plath, a Cummings y a los surrealistas para después, quizás)
  • Los dejara invitar a amiguitos a quedarse a dormir y que se desvelen con juegos inocentes de roles, personajes, tiendas de campaña y experimentos culinarios.
  • Les dijera que siempre digan gracias y por favor; que procuren no hablar con la boca llena y que no interrumpan la conversación, pues es importante escuchar y aprender de los demás y que ayuden, dónde estén, a poner y a levantar la mesa. Además, hay premio para el que mejor lave platos y ordene su desorden y no, no se vale meter los juguetes debajo de la cama (como lo hacía yo a los 7 años).
  • También los dejara en custodia limitada de otros adultos, para yo tener mi libertad condicionada y salirme momentáneamente de ese trabajo tiempo completo, y que luego me cuenten de cómo les fue, qué hicieron, qué aprendieron.
  • Me tomaría el tiempo de hacer sus deberes con ellos, hasta que ellos aprendan a ser autosuficientes, que no es tan tedioso, ni tan difícil, y me enseñen sus notas sin pena ni miedo.
  • Les aplaudiría su arte abstracto, sus ideas descabelladas, y mis reglas tuvieran que incluír algún tipo de consentimiento estilo “Vamos a desayunar pastel de chocolate.”
  • Les pediría que le bajen el volumen a los juegos y a la diversión, cuando yo tenga migraña.
  • Me los llevaría a eventos de todo tipo, que ellos formen su opinión al respecto.
  • En la adolescencia, les recordara que los permisos se basan en que confío que pase lo que pase, ellos usarán la cabeza, Sean inteligentes; y que a mí no me pueden mentir, porque tengo superpoderes.
  • Me reiría con ellos cuando se molesten entre sí y gozaría de poder vivir con ellos destellos humanos de celos, empurramiento y conflictos básicos de convivencia, de los que todos aprendemos.
  • Les pondría muy pocos tabúes, porque ¿cómo así que nunca han hablado de eso con su mamá?
  • Disfrutara de verlos jugar con hijos de amigos míos, con esa diferencia de edad de que ellos, mis amigos, tuvieron hijos antes que yo, los que ahora tienen pocos años y yo que no tengo ni sombra de tener hijos.
  • Los acomadaría conmigo en un sofá para juntos ver Harold and Maude y que así aprendan una lección importante, la de no aferrarse a las cosas materiales. Here today, gone tomorrow, a lesson not to latch onto material things! (Esto soy yo parafraseando, porque no sé cuál es la frase)
  • Hablarían más idiomas que yo y me sacaría de onda después de un rato, pues el hablar otro idioma se vuelve un argot anti-papás (los enemigos, que mejor si no entienden los complots entre hermanos).

*music fades*



Infancia

Palabras que amo, palabras para escribir

Cosas chivas, palabras bonitas


Llevamos ya varios sábados, desde septiembre, en esto del taller Viaje al oficio del escritor con Jacinta Escudos, mis compañeros talleristas pueden dar fe de ello. No sé hace cuántos sábado fue que salí de la mediateca del Centro Cultural de España con la tarea de escoger 10 palabras favoritas –que me gustan, que disfruto, que amo– y en base a esa lista escribir un texto. ¿Indicaciones en cuanto a estilo? Libre, podía ser verso o prosa, tragedia o comedia, ensayo o cuento, diálogo o, en fin, lo que sea. Libre de restricciones podemos ver a qué suena nuestro tono, nuestra voz.

Hoy por la mañana en Hospital de Diagnóstico, hubo un pequeño lío en lo que veía de hacerme un T.A.C.: la orden médica decía abdomen superior, el médico decía que tenía que ser abdominal-pélvico y ese es más caro.


“Lío, lío…” repetía en mi mente. “Qué bonita palabra.” Y me pasé a Twitter, y salió esta lista espontánea de 10 palabras favorita: lío, vigilia, arrojar, intemperie, volátil, acústico, viajero, glucosa.

¿Qué tal si repito el ejercicio?

Desenmarañar 

Me despertó un llanto interno que venía del estómago y se extendía hasta mi cabeza, y volvía a bajar; el efecto cascada que produce el exceso de marihuana y alcohol. “Me siento BLANCO” eran las palabras que Bernardo encontró para describir ese sentimiento compartido, con glucosa alborotada, justo antes de que se encerrara a vomitar en el baño de aquel apartamento pequeño alfombrado serbo-croata. En el invierno europeo, acudir a la intemperie no es una opción muy recomendada, sino algo que puede llevar a ganglios inflamados, neumonía, hipotermia.

Bernardo seguía en el baño. Aitana y yo también nos quedamos a dormir, en la cama de la anfitriona. Salí del cuarto que nos había albergado con el perfume a invitados malcriados que no tienen el tacto de irse a una hora decente. No, nada eso: somo los que se quedan hasta el día siguiente, espantan a los demás invitados, y se toman todo güaro. Y no sé que es peor, honestamente: el obligado concierto acústico en el que insiste Juan Marco cada vez que está bajo el efecto de varios alcoholes, los hábitos de seducción que se le encienden a mis amigas cuando ven a un viajero, o mi tendencia a arrojarle detalles de mi vida privada a desconocidos. (Tres tragos a veces bastan para que caiga una avalancha de sentimientos, como cuando le expresé a un desconocido que mi desaprobación por X película era porque la asociaba a la muerte de mi bisabuelo. Hola, mucho gusto, me llamo Clara.)

Cualquiera de los casos son cositas que, juntas, se le salen de la mano a cualquier anfitrión. No me sorprendió encontrar a Anya despierta, con cara seria, sobre la mesa del comedor, jugando con un collar enredado. Me senté al lado de ella con una taza de café y encendí un cigarro, luchando contra el asco que me provocaba. Más que seria, estaba concentrada: con el ceño fruncido, veía fijamente al collar que estaba desenmarañando, mientras movía las manos a un con gestos difíciles de identificar. Debí haber traído mi cadena vieja que tengo abandonada en mi mesa noche por incapacidad de deshacer ese nudo.

Casi no hablamos con Anya ese ratito que estuve desayunando tabaco en su mesa del comedor, antes que resurgieran los demás cadáveres de la noche anterior. De mi parte, la resaca se estaba comportando como un moderador de acciones y palabras, una manera elegante de ver los estragos físicos de gritar, chupar, fumar, bailar. Pero el caso de Anya no era el simple desvelo, ni la postergación de arreglar el nido de basura heredado de la fiesta, ni le afán de arreglar su collar, tampoco. Los líos en los que se había metido eran tales que aún hoy, ese día, la sacaban de donde estábamos para ponerla en un estado preguntas que no cesan. Exhalaba, pujía, y por veces se detenía a ver analíticamente el proceso de desenredo. Y, de repente, veía su celular. No hay SMS, no hay llamadas perdidas. La vigilia era en vano, pero su corazón volátil aún amaba al que no le respondió ninguno de sus intentos.


No solo los collares se enredan


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