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L'été o el verano imaginario




Ahora me escapé de San Salvador. No sé si fue buena idea, pero sentí una necesidad de irme. El verano siempre nos reacomoda y nos saca de casa. Es un verano imaginario anunciado como el aura de las vacaciones agostinas que pernea en el aire dentro o fuera de San Salvador, el recordatorio de la temporada Leo: estamos a mitad del año, y se vale relajarse.


¿Debí haberlo hecho? No lo sé. Soy muy dura conmigo misma, como Auto Jueza, y muy dual. Niego, me contengo, me cuestiono, evado y luego exploto. Soy yo también esa cordillera que me saca suspiros: soy una extensión de esta cadena de volcanes de la sierra de Ilamatepec, de energía contenida que se manifiesta de maneras extrañas, que queman. Un camino que inicia por los Chorros y el eco de los fines de semana en Coatepeque, con mi mejor amiga. 


El 25 de julio es una fiesta patronal: cumpleaños mi queridísma Amiga-de-toda-la-vida y creo que es por eso el paisaje de las carreteras Julias y santanecas me hizo pensar en ella. Ayer fue su cumpleaños, y bajar desde Ataco hasta Chalchuapa me trae recuerdos diáfanos de ella manejando la Patrol más grande que ella. Mi memoria es una telaraña con sus tejidos intrínsecos y se entretejen en estas imágenes de yo chingando a la N por ser como Indiana Jones enseñándonos las ruinas del Tazumal, los recuerdos de N y yo, punto. 


Son muchos.


Cuando estábamos mucho más bichas, concebíamos poco esto de hacer cosas por separado. Nos mandamos faxes y yo le mandé muchas (demasiadas) cartas. De ella he recibido postales de París, Saigon, Londres, Taunton. Ni sé. Nunca me extraña la correspondencia de mi Nath, aunque ya viene con menos manualidades que los garabatos de la preciada y prolífica preadolescencia. Y era entonces lógico para mí y N imaginarnos veranos en el sur de Francia, en St. Raphaël cerca de Nisa, pues ella pasaba veranos en Europa cada dos años. “¿No te querés venir?”


Yo sí apuntadísima, pero mis papás no. Mis veranos visitando a la hermana en París y teniendo la autonomía de bajar del depa de Mami Nancy a la playa, pues, quedaron en el cajón de mis viajes imaginarios. 


Ahora me imagino que los veranos en esa ciudad costera, con influencias italianas y una paz casi de montaña pero en la playa, han disminuido en su volumen y alegría. ¿Cómo serán, me pregunto, los veranos llenos de fantasmas del verano anterior? Lo no-dicho, lo no-visible… debe parecerse el presente al futuro que me imaginé desde el camarote del cuarto en el que nos desvelábamos a veces, con Nath, haciendo frappés de café y viendo revistas, con accesorios divertidos como las gorras kitsch que nos daban risa. 


Deben parecerse a esa primera vez en la que nos propusimos que el finde se convirtiera en un verano, y obligamos el presente a cambiar hasta volverse un espacio maravilloso al que siempre había querido acceder. ¿Que si me apunto a juntarnos en St. Raphaël? ¡Obvio que sí! Cuando vivíamos yo en Burdeos y ella en Lyon, pues armamos el pequeño paréntesis. Yo cogí un tren nocturno desde París de manera muy improvisada y nos juntamos por allí en la mañana. Cuando conté de mi fin de semana en St. Raph –de cómo encontramos vinilos de la abuela y nos sentamos a hablar en la terraza; de cómo nos maquillamos aunque no fuéramos a conocer el nightlife y posamos junto al flyer de “St Raphael by night”... de asolearnos en bikini a aguantar el frío en la playa, cuando el día estaba a 16 y la temperatura decaía con la puesta del sol, porque la primavera no había kicked in… pues, C, mi otra BFF, me dijo: –Suena a que vos y la Nathalie tuvieron un fin de semana como cuando tenían 12 años.– Sí, solo que con Edith Piaf y Tom Jones. La abuela de N y yo teníamos gustos musicales compatibles, y no faltaron nuestros snacks que también tenían un arrière-goût a que no aguantábamos porque se acabase el invierno, forzando los entremeses frescos para acompañar un vino rosado frío. Nuestra piel centroamericana siempre echa de menos el calor, y el frío se vale solo como remedio para el mismo (exceso) de sol.


Son buenos los fines de semana en los que podés agrandecer y embellecer lo que tenés a tu alrededor. Quizás eso tenemos que aprender de los veranos, y de quienes comparten esta energía a lo largo del año: existe un compromiso con soltar, fluir y con dejar ser y estar. Siempre digo, cuando hablo de astrología, que para mí lo más lindo de los Leo es que esta seguridad en sí mismos que abarca el cuarto entero es precisamente lo que los hace capaces de hacer sentir segurxs a otrxs, a nosotrxs. Hay que aprender a sentirnos así, en buenas manos.




agosto en el D.F.

El souvenir azul que le traje a mi amigo Nick, agosto 2017 
planes agostinos

Sólo nos tomaríamos una cerveza, ahorita no quiero chupar, dijo. Yo tampoco quería, pero no dije nada: parecía buena idea sentarnos a tomar algo, después de un paseo por Metrocentro, después de una visita de museo, y tras años de ser amigos.  Parecía que ese “algo” debía ser estupefaciente, burbujeante, y no estimulante. Sentémonos y tomémonos algo, habíamos dicho.
Se me olvidaba que ya, en el acto, nos debíamos despedir y volver a ir cada quien por su lado. Geográficamente accidentada, nuestra amistad continúa, bordada con los puentes que buscamos entre las ciudades en las que vivimos; si no hace mucho te quedaste en mi nueva casa, cuando pasaste por Guatemala. Pero, ajá, tenés que venir a México, me dijo.
“¿Cuándo fue la última vez que fuiste? ¿Hace dos años? Llegaste con Dan, ¿eso fue hace dos años?”
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Es cierto, fue en agosto de 2017 mi último viaje a México. Fue el destino que elegimos en nuestras compras impulsivas, porque mejor pasar a saludar al D.F. en ese corto plazo que teníamos, como un pedazo de pastel limitado, pero delis; servido con cucharita que chuparíamos y cuyo sabor se perdería, por que mi memoria ya no es lo que era antes.
Desde la terracita de ese café en Antiguo Cuscatlán, traté de recordarlo todo. Es cierto que no estuve mucho tiempo, dijimos. Fuimos a la Puri, dijimos. Dan habló de Godard en los tacos Frontera de Álvaro Obregón, recordamos. Debo ser capaz de recordar más, sobre todo si fue poco tiempo.
Cuando llegamos a la calle Morelia, había caos. Un incendio en la esquina con Álvaro Obregón estaba deteniendo a carros y a peatones, ahumando a los vecinos, y previniéndonos de todo se iría a perder (y no me refiero a Notre Dame.) Bueno, vámonos: mi anfitrión estaba fuera, en la acera, sosteniendo las dos correas de sus perritas. Pobrecitas, estaban asustadas. Comimos tacos, alambres, chiles, enchiladas. Brindamos y hubo selfies. Ulises, te presento a Dan.
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El día siguiente empezó en Abarrotes, sobre no-me-acuerdo-qué-calle; la calle por al que siempre pasaba, en aquellos otros días en México, tiempo atrás hospedada en el Hotel Milán que también permanece en buenos términos con el pasado. ¿Nunca conté de la vez del hotel de The Shining? Hay varias cosas de viajes en México que no cuento, no en crónicas, ni en fotos. Pero, ¡sorpresa! Nos encontramos con su amiga a quien veríamos esa noche, pues ¿qué tal chelas en el depa y luego un antro? Sí, así hablo cuando hablo del D.F.
Pero primero, antes de la noche en La Purísima con tonos neones y piropos rociados entre el baño y el bar, entre la tarima y el dancefloor, hubo un poco de turismo. Caminamos La Reforma hasta llegar a Chapultepec, abrazados por esa mezcla extraña de frío y calor y lluvia, otro presagio; ¿qué iba a saber yo que me estaba enfermando? A lo mejor el mismo incendio de paz en llamas estaba anunciando impases en mi garganta, pero, bueno; también pude haber inferido por las llamadas Neoyorquinas algo estaba mal, no puedo decirte que así como fue la caminata por el parque Chapultepec, al Tamayo, al de Arte Moderno – sombrío, apartados, interrumpidos – dicen que son los libros de Turismo. Y, de pronto, otra sopresa: llegó Eugenia. Ella vivía en Madrid, yo en Nueva York, pero ambas estábamos paseando por el Museo Rufino Tamayo, aprovechando la muestra de textiles y colores en el ala derecho para actualizar nuestra afición por Adam Rapoport y Bon Appetit, te juro que tengo un email en el que me cuenta cuál es su restaurante italiano favorito, le dije; y Dan por allí andaba. A ser honesta, quedé deseando una taza del overpriced gift shop, del diablito, por que nada me seduce más que cuestionar qué tan malo es lo malo; y seguimos.

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El día de Roma Sur, no-me-acuerdo-qué-más y Coyoacán fue un día sin prisa. Incluyó tianguis y la tentación de comprar Rudo y cursi en DVD, la sombrilla de la maldición de Moctezuma, la Cineteca a la que nunca había ido, la obligada foto con la pared azul de la Casa de Frida, el silencio de la calle Londres, y unas ganas irremediables de pasar la noche entera del viernes viendo Entre tinieblas (1983), como monjas pícaras que somos ahora que tenemos más de 30.
Pero, vamos, estamos de visita y no podemos quedarnos encerrados por siempre. Fuimos a comer a MOG , con el recuerdo presente de Marco Rivera mi amiguito de Puebla diciendo que sí o sí debíamos ir allí, y lo hice de nuevo.

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No había ido a Teotihuacán desde mi primer viaje a México, ese que fue en los 90’s y del cual no me acuerdo en lo absoluto. En 2012, cuando volví al D.F. para un seminario de traducción literaria, me dije a mí misma “Esta vez voy a ir a las pirámides, sola, pase lo que pase. Me lo afirmé al espejo, me puse botas y camiseta y cogí un morral, y bajé al lobby del hotel 3 estrellas con una determinación jamás antes vista. En el lobby me interceptó el grupo de colegas traductoras y Hola, ¿no quieres venir a Coyoacán? Sí, dije, con mi voluntad flexible, ok; y fui a un recorrido urbano en grupo. Quedó en visto mi solicitud para un recorrido piramidezco, a solas.
Esta vez, así fuera con Dan, se cumplió el deseo y documenté todo el viaje. Foto del café que bebí por la mañana en preparación para la realidad. Foto de los boletos para el viaje sencillo. Fotos de mi look “me estoy dejando crecer el pelo.”
Foto de Paty echada en posición estrella en el pasto del valle de los muertos.
Foto de Paty en posición de edecán arqueológica con el conjunto arquitectónico de Jaguares, y un pequeño guiño a las Cabezas de Jaguar de Fede.
Foto de los ríos de gente reducida a tamaño de hormiguitas desde la pirámide de la luna.
Foto de nuestros piecitos meciéndose desde la pirámide del sol.
Por la noche, en un bar en la colonia condesa que seguro olvidaré con el tiempo, tocó Cartas a Felice y nos encontramos varios cuerpos salvadoreños, en una intersección de exilios. Mi nariz estaba roja de tanto sol Teotihuaquense. La insolación aceleró la gripe.

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El día que volvíamos a Nueva York, alcanzamos a desayunar por allí por última vez. Habíamos ido a Péndulo, pero esta vez fue Delirio. La infección en la garganta y la congestión nasal me hizo disfrutar poco de las salsas y los chiles, y, de nuevo, me enojé. No nos fue tan bien a solas, sin distracciones de las frustraciones, con el incendio en frente y la tos creciente. Mantengo, aún, mi relación con México.

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¿Cuándo iré a volver? No lo sé, pero sé que quiero. Nunca fui al MUNAL, no aún. Hace mucho no como barbacoa ni encacahuetado, ni veo teatro absurdo en un complejo escondido de la colonia condesa. Hace mucho que nos  a Puebla, ni a Cholula; y estoy con eso desde hace días ya de quererme tatuar la flor del agave, por que esa sensación que tuve en los campos de agave afuera de Tequila, con el volcán atrás; el sentimiento de acercarte a la historia, de sorprenderte, de aprender… eso no lo quiero perder.

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Marco vino de Puebla hace poco y, ay, te acordás de esto y aquello…? Nuestras memorias, es cierto que envejecen, pero hay unas con las que siempre te llevás bien… y sí, tenés razón, me dijo, deberías venir a México.
“Pero andate a Querétaro, o a Guanajuato. Yo te veo allí.”
Entre tinieblas (1983), Pedro Almodóvar 
@ Calle Morelia, Roma Norte