Mostrando entradas con la etiqueta stuff. Mostrar todas las entradas

Viñetas de rupturas




** Llorarás al no verme **


este es el borrador de una conversación conmigo misma de agosto de 2019


Estoy oyendo una canción que se llama “Much Better Off”, lo cual me parece súper oportuno, porque justo hoy estaba tenía ganas de irme a sentar a la barra y escribir sobre rupturas. ¿Por qué hoy? ¿Será la luna? [“Ustedes siempre le echan la culpa a algo! Que la luna, y el eclipse…” y sí, de hecho mercurio retrógrado estaba pegando fuerte y Urano está por allí transitando también para obligarnos a sanar. ¡Nada como sanar a la fuerza! Como cuando me enfermé del páncreas, pero esa es otra historia [que he contado muchas veces].


Y ahorita suena Diana Rosss “Love Hangover” y me transporta simultáneamente a una escena que no existe de yo bailando, sudando y gozando en Studio 54 y, a la vez, a la imagen real de morir del frío en un apartamento en Burdeos mientras, en compañía de Kalani y bajo influencia marijuanezca, veíamos videos de Diana Ross. 


“How old is she?”
“She’s timeless, Kalani. That’s how old she is.”


Y cuando nos atravesamos un video de una canción (cuyo nombre siempre se me olvida a pesar de haber crecido oyendo el CD Diana Ross greatest hits religiosamente después del colegio por 4 años), me dijo que eso iba a hacer un día que yo cortara: me iba a cantar esa canción como una corista de The Supremes, al son alegre de cualquier canción pop que matiza el dolor. ¿Acaso no se acuerdan de la reflexión de Rob en High Fidelity? “Which came first, the music or the misery?”


De hecho, esto va muy bien con el tema de ruptura: High Fidelity de Nick Hornby abre con un narrador reflexionando sobre sus relaciones/rupturas, a la luz de su más reciente ruptura. En la película, esto es representado por John Cusack viendo a la cámara y saliéndose así de la condición de narrador y pasándose a una situación muy “breaking the fourth wall”, conservando la condición narrador-personaje que planteaba Hornby… 


¿qué estaba diciendo?


Ah, sí: el personaje de Rob dice que es imposible que su ruptura posmoderna lo afecte de la misma manera en la que lo afectaron ya los anteriores. Sobre esa premisa, avanza la historia un poco episódica, un tanto actual, de alguien soltero en sus 30’s. Tiene reflexiones humanas que parecen sencillas, metáforas sentimentales, y me permite viajar a estos momentos de ataduras y de diferencias entre personas y dinámicas, cerca y lejos. “Un día, escribiré algo así, pero de mi vida.” Y mientras tanto, haré una entrada en mi blog. 


Quizás no sea solo porque el tema me encanta y amo cuando suena “50 ways to leave your lover” de Simon and Garfunkel, sino porque recientemente/casi-que-ayer me preguntaron por mis historias de rupturas. La persona que tenía enfrente estaba pescando una historia dramática, quizás, pero la verdad es que mis dramas solo son raros y no tan mainstream. Quería saber cuándo ha sido cuando más he estado destruida. No puedo decir cuál ha sido la vez que más me he sentido así, pero sí puedo contar algunas de las formas y formatos que han tomado mis breakups. Solo, al menos, para hacer este ejercicio de radiografía y encontrar un diagnóstico à la High Fidelity y entender dónde situarme en función de las rupturas.


Cuando me preguntaron, conté a medias la historia de yo y un amigo tomando mini botellas de Coca-Zero en San Blas. Era semana de agosto, Coca-Zero era algo nuevo en el mercado y, en una activación de marca, estaban regalando baby Coca-Zeros y descubrimos que ese veneno va muy bien con las confesiones e historias de desamores. Él me contó y revivió la suya, y cerró con: “Yo a vos no te imagino desmoronada.” Y yo le dije “Ah, como no! Sí, sí yo me desmorono… De hecho, la última fue hace poco […]”


Y le conté de:




Aquella vez que, adentro de un carro, agarré el valor de inelocuetemente decirle a mi querido ex que qué ondas, pues, ¿cómo así que en público no me agarres ni la mano? ósea, ¿me entendés? Esperando que él entendiera que eso significaba que yo quería algo un poquito más digno, un tanto más concreto, y que si no, la verdad, mejor no tener nada. Nunca ocupé las palabras “Todo o nada”, y no lo quería todo, la verdad; pero sí hubiera preferido que no me dijera “Pues, no. O bueno, quizás… pero no, la verdad no” porque ya habíamos intentado y bla bla bla. ¿Y qué pasó después? Me dijo que si nos veíamos jueves para jugar mini golf, lo cual no tiene sentido hoy en retrospectiva, porque no juego mini golf; ni tuvo sentido en ese momento. Respondí “¡Vaya!” Por dentro le dije “¿Qué te pasa? ¡Me acabás de romper el corazón!”, y todo en cursiva pero en mute.


Subí a mi cuarto a escuchar Ella Fitzgerald & Louis Armstrong “Learnin’ the blues”, traté de hablar por teléfono y escribí en mi diario. El duelo era más porque en mi ficción, estos dos amantes exnovios en la universidad y amigos del colegio, terminaban juntos al final. ¿Qué iba a hacer con mis personajes?


— 


Ese día, en la playa con mini Coca-Zero en mano, me preguntó mi amigo que y ahora qué ondas? ¿Sentía mariposas? Y lo pensé.
–Siento eso que eran mariposas, pero ahora es náusea. 


— 


Pero hay una anterior, con el mismo chico, que determinó el curso de nuestra amistad que siguió: cortamos por email. Envié un correo torpe, a la luz de no tener celular y no poder esperar a que él me viniera a verme. Él contestó tres días después. Yo estaba en Toulouse fumándome un cigarro. Tomé vino. La vida siguió.




Con este mismo chico no fue exactamente que cortamos, ya que nunca volvimos, pero más-o-menos sí fue nuestra ruptura #3: hemos sido amigos, pero somos más que amigos, y [lo mismo de siempre]. Viendo Madagascar 3 en el sofá de alguien más, no me quedó claro nada, o qué hacer después, entonces me dije “mientras yo no sepa qué ondas, me voy a alejar.” Un poco más cuerdo que el mecanismo recurrente de evadir la realidad. 


– 


Hay rupturas tan raras y tortuosas que son difíciles de resumir, y por ende difícil de contar. Era el día siguiente después de mi cumpleaños, había un batido de frutas, y habían habido momentos de “¿Qué diablos le pasa a esta persona?” Ya no quería saber la respuesta. Adiós.




El que vino después me había empezado a mandar emails y mensajitos al celular años atrás, pero no se reanudó hasta una Navidad en la que terminamos oyendo Incubus románticamente con el aval de mi prima-chaperona-matchmaker. Meses después, estaba metida en una relación mediocre con alguien que se perdía y desaparecía. Mi táctica para romper, esa vez, fue: dejar de hablarle.




Eventualmente me encontré en conversaciones y citas con un no-novio hasta que dije ya, basta, esto no es divertido y no va para ningún lado. Seguí el siguiente consejo: “¿Por qué no solo le dejas de hablar? Si le hablás, o si le dejas de hablar, conseguís de las dos maneras el mismo resultado que es dejar de salir con él.”


– 


Cada vez que opto por lo que ahora se llama ghosting, me he dado cuenta que eso es un falso final porque después viene el post-breakup talk.




Mi primer post-breakup talk fue cuando tenía como 14 años (¿o eran 13?), cuando mi noviecillo con quien habíamos durado dos días agarrados de la mano me reclamó por haberle pedido tiempo y luego, pues, no volver. “Mejor no hubiéramos amarrado.” 


La dialéctica de toda esa relacioncilla, orquestada por terceros, merece su propio texto, al menos para que con el tiempo no se me olviden los detalles de un mini cortejo, muchos chistes, vergüenzas y una amistad que sigue. El set: un rancho en el mar, hamacas y arena.


Mejor no hubiéramos amarrado. Nos hubiéramos saltado los recuerdos de consejos y conversaciones de ¿quién te gusta? ¿qué vas a hacer? ¿caminaron en la arena? e ir directo al altiplano de amistad en el que ahora nos movemos.




Corté por teléfono. Él sabía la conversación que iríamos a tener, e insistió en tenerla ese lunes por teléfono. Era lunes.


Me fui a La Ventana a tomarme una cerveza. Me tomé 3. Dormí profundamente. 


A los días, salimos a hablar con la excusa de desayunar. Era domingo.


Me fui a tomar una cerveza en la tarde. Las mujeres de experiencia me dieron consejos. Me tomé 3. Dormí profundamente.




Entre mediados de mayo del 2015 y octubre, corté mil veces. No me arrepiento de la primera vez que volvimos, a ver si funcionaba, ¿verdad? Pero las demás fueron innecesarias. Él me dejó, y volvió. Luego, nos dejamos. 


Antes, me fumé un cigarro (o dos? o tres?) con un amigo, en la terraza de la casa de sus papás y medio hablamos de muchas cosas. Matías, yo creí que las cosas iban a ser smooth-sailing a este punto. Que conforme te hacés más viejo, no sé, las relaciones se vuelven más sencillas, y o funcionan o no… Y él me dijo: Paty, it’s never smooth-sailing… Es cuando las cosas están bien que deberías preocuparte. 


Sí, ¿veá?


A veces he escuchado “Don’t think twice it’s Alright” de Bob Dylan, en repeat. Otras veces, “The Build-Up” de Kings of Convenience feat. Feist. Últimamente, mi canción [de cortar] es “If she wants me” de Belle and Sebastian. Es más: la escucho cada cuanto, manejando, con o sin ruptura. 




“Necesitás un “Lay lady lay”, me dijo Matías. 




Un señor una vez le aconsejó a alguien: “Mándale por Facebook la canción de Bob Dylan ‘Don’t think twice it’s alright’, a ver qué te dice”, en plan ruptura amorosa.




A lo largo de nuestra amistad, nos dio por cenar juntxs después de una ruptura. "Venite, vayamos a cenar." Arroz bizmati, samosas y paneer butter masala. A veces, de bebida, limonada con yerba buena. Él cortó, yo corté, yo amarré, él amarró, él cortó, yo corté; yo volví, volví a cortar; él volvió, él cortó... Siempre cenamos comida india.

Y aunque no fuera por una ruptura, sino sentados en la alfombra haciendo tesis o poniéndonos al día porque tenemos ratos de no vernos, siempre que se nos antoja comida india le llamamos breakup food.



Cuando no estás emocionalmente disponible, ni cuenta te das de qué sucede alrededor tuyo. No ves si hay un fiel creyente en Krishna confundiendo el hecho de que ambos no saben bailar con una señal del universo. No ves las flores que te extienden, ni el significado detrás de llamadas a las 5 AM. Solo vas por la vida creyéndote inmune a la soltería, intolerante al amor… Pero un día (quizás porque los eneros de Bordeaux eran particularmente duros), me dije Ay, ya quiero novio. Pues, hacían ya casi tres años de no tener pareja… Pero después, una noche a solas con mi computadora (la Dell Inspiron del 2007 con quien tuve una relación enfermiza), caí en cuenta de que tener 3 años de no tener pareja significaba 3 años de no cortar. La verdad, no tenía prisa de volver a cortar.




La verdad, no tengo prisa. Así estoy bien.


Siento que necesito un párrafo para cerrar este recuento de rupturas, o una anécdota. O una canción, al menos. Como “Times moves slow”, de BADBADNOTGOOD. Pero mejor un párrafo.


A woman came into the bar the other day with her two teenage kids and a bottle of tequila. It was official: she was divorced. I arrived later and we raised our glass together. I grabbed her lighter. We smoked cigarettes. She smoked. As of that day, she was single. I didn’t ask why it had taken so long. I remembered effervescently the night I came home after the university to that house I rented in Talence, when my best friend was visiting my roommate and I, on the day my Dad called me with ta news. “Your mother and I are officially divorced.” 


“Paty, tenés que salir hoy”, me dijo. Ella no quería salir. Bueno, ni modo. A celebrar que es una solución a un problema. Las separaciones no tienen porqué ser un problema.


No recuerdo con quien hablé al principio. Me asomé a la barra del Dick Turpin’s, como de costumbre. Un tipo me andaba buscando. “Preguntá por ella en el Dick Turpin’s; es una salvadoreña.” ¿Quién me estaría buscando, en el bar al que iba siempre? Me lo señalaron, “es él.” ¿Quien sos? Y así conocí a Emiliano, el tipo que me enseñó The Mighty Boosh y que luego me robó una maleta (pues, después de cortar no me devolvió la maleta que tomó prestada para salirse del apartamento de su ex.)


Debí haber sabido que no iba a funcionar desde el principio.


En fin, esos son mis párrafos de despedida: hoy aún me dicen cosas como “Paty, ayer fui al bar y pensé que te iba a ver”, pero ya no ocurre en el Dick Turpin’s, porque ya no vivo en esa casa en Talence; y aún brindo por nuevas experiencias y, ajá, esas son [solo algunas de] mis viñetas de rupturas. 

** El Renacido **

Un portavasos en mi mesa de noche

Bailando a las 00h25

Cuando me senté a trabajar con un amigo/colega, un lunes hace unos meses, aún estaba cansada del fin de semana en el que, bueno, ocurrió una y otra cosa, y… “qué noche más dantesca”, me dijo él. 

Es cierto: un acelerado descenso a una especie de infierno de Dante à la Malcom Lowry, mediado no únicamente por los estupefacientes sino también por el dolor corporal causado por alguna conjunción de neptuno en piscis, me enteraría luego, en sesiones de astrología y tarot. En fin.  

Llevaba la semana acumulada en la espalda alta adonde mi cuerpo anida quejas, e iba a cumplir 24 horas de no estar en casa, porque ese viernes que me regalé una velada en casa de una amiga, con el típico despilfarro de parábolas y emociones, y las risas estridentes, no tuve la energía de regresar al apartamento que ¿acaso es mi casa? Es un cuarto en el que no cabe nadie más y a duras penas me encuentro. Me saludan dos postales de Kerry James Marshall en las paredes casi vírgenes. He cambiado 12 veces de domicilio, y escribo desde mi condición de extranjera, nueva; sin familia ni gatos. De la casa de esta mi amiga a una jornada de sentarme en una mesa y representar a una organización, en medio de un foro. Desfile de rostros y algunos diálogos, y por allí me enteré que habían pupusas cerca. Regresé al apartamento con dolor de vientre y recuerdos y tarjetas de presentación, a agarrarla suave un ratito antes de salir. La contractura en mi cuello se quejó, pero le dije que Tranqui, solo me tomaría un par de cervezas con una amiga. “Ay sí, chera, yo también quiero algo tranquilo.” 

Queríamos platicar, y lo hicimos, pues después de una cervecita con cigarro en su terraza, avanzamos hacia el set de un video; y me llevé una copia de una publicación feminista que encontré por allí. Un saludo, no más, antes de irnos a sentar y oscilar entre temas de su vida y de la mía. Nos conocíamos ya, sin conocernos. Nuestros cuentos se conjugan y hablan fuerte. “¿Vos querés comer?”, no, porque la negligencia se lleva bien con la indulgencia. 

Debí de haber sabido que se iba a alargar la noche con cada cerveza, porque son las ámbar con notas amargas que mejor combinan con el refugio de palabras, y no me tenés que torcer mucho el brazo, ¿ah sí, a vos también te pasa? Nos interrumpieron la plática en el área de fumadores, nos tomamos lo último y “vámonos todos”. Pisé un bar con olor a cenizas y a fondo de botellas, oscuro pero abierto a que nos sentaramos haciéndole un guiño a las noches que hemos perdido en el Barbass, los secretos detrás de la boca sellada, porque hay cositas que son para contar en otro momento. Y así, con los nuevos aleros y los desconocidos que se nos sentaron a la par, la plática que había dado vueltas y círculos siguió. “Las mejores historias se asientan en los litros de Gallo”, dice un texto que escribí casi igual que este. La confianza es un imán para que otros se acerquen. Pero el metal me hacía gritar y ya no me cabía más, y me fui haciendo pasiva. Esperaba que se acercara a mí el prometido descanso que implicaba una noche tranquila. Era tiempo de irnos, pero no de parar, sino de bailar cumbia en la calle al son de los 15 años a los que no estábamos invitados, mis pies mojados por la amenaza que irriga las calles de mayo, inmune a los charcos pero vulnerable a los gritos del cuerpo. Se pronunció mi dolor de camino al último par, una cerveza más es una falsa promesa que me he dicho antes, que me llevó una vez a una llanta pinchada, el choque de las conversaciones más incómodas. Mi “una más” sería solo un vasito de mineral. 

Yo no oculté mi malestar, pero tampoco se fue algo que se interpuso. Así, en la madrugada, con tabaco y migraña, pedí explicaciones: ¿me estás diciendo que platiquemos un día, o querés que me vaya con vos a tu casa? El semi-desconocido se rehusó a hablarme claro, pidió absenta y me dejó un portavasos con su e-mail, para completar la farsa. Así no hago las cosas. Las hago sin indirectas, si lo deseo, y sin el cuerpo debilitado. Las mentiras no son buenos atajos. O era que mi mente estaba muy lúcida y mis ojos aún están acostumbrándose a los sonidos y sombras que animan las cuadras, esquinas, barras y baldosas de noche. Cogí el portavasos y le di la espalda, por encender nuevas conversaciones de un “mucho gusto” genuino. 

Cedí a apagar la mente de a poquitos con tequila y sangrita, un cierre para acompañar el inicio de amistades. Las luces de la calle estaban indecisas, pues ya la mayoría estaban o refugiados en alcobas o dormidos en otros bares. Me esperaban solo algunas horas de sueño, pero no muchas. Debería dejar de verlo todo como un viaje: este descenso es solo parte de un nuevo hogar, aquel sábado que la pasamos alegre, que se nos fue un poco la mano, pero que nunca dejamos de sentir confianza y seguridad. 

¿O es que mi cuerpo me pide que cambie de vida, de nuevo? “¿Cuántas vidas has tenido ya, Paty?” Creo que mas bien me pide antídotos, y no le he pegado a la receta, porque no elimino de mi dieta las actividades extenuantes. Continua [el viaje], aunque algunas noches se pierdan, y otras me las quede yo solita. En todas, por ratos, se quede tirado el dolor de cuello. 

El portavasos se quedó a vivir en mi mesa de noche y en mi escritorio. Amovible, no dejó de albergar mis tazas de café y de té, ni de recordarme a ¿a quién se le ocurre hablarme con pretextos? Nunca usé el email de este tipo que intentó disimular su acoso con la intención de platicar, pero ahorita ya perdí el portavasos. No sé qué se hizo. Debí de traerme uno de la vez pasada, de la noche que salimos mi amiga y yo. Nos movíamos a la calle a fumar, y quedaba el portavasos en nuestra mesita [de otro bar, del bar en el que nos reencontramos]. “Restos de ayer, mujer”, me dijo por whatsapp cuando me mandó la foto de Ron Botrán, el portavasos cuadrado con negro que arrulló nuestras cervecitas medidas por mezcal. “Este es un espadín joven”, y otras cosas dulces. 

Regresando a las 3h33

Lotería de viajes exprés






LOTERÍA DE VIAJES EXPRÉS*

*título y ejercicio concebido luego de leer Matria, de A. Lytton Regalado

El viaje exprés, por definición, no es lo mismo que un viaje corto: es un viaje hipercorto (e “hiper” es mi nuevo sufijo preferido, pero no vamos a hablar de eso ahorita.) El viaje exprés tiene su magia particular, mientras que en los viajes cortos abunda el tiempo y se extiende la agenda. En los viajes cortos, hay espacio reservado para descomprimir y también viajar, sin instalarse, permanecer extranjero pero familiarizarse. El viaje express, en cambio, te obliga a obviar lo más posibles las señales de viajero, y tomar con naturalidad la breve estancia, el tiempo, las opciones. No hay tiempo para cosechar la consciencia de la condición de viajero, ni el modo pasajero. Hay que afrontarlos con cotidianidad, poco equipaje y levedad de espíritu.


Las complicaciones y la logística de viajar, con tiempo limitado, aunque el traslado físico sea real, uno jugando a ser inmune: como la vez pasada que pasé como dos horas en tráfico para llegar a Antigua Guatemala, solo para ir a tomarme un café, y ya [exagero, fueron más las horas en carro y no solo tomé café, sino que comí tacos y también grabé audios para un trabajo]. Abajo, un amalgama de viajes exprés.


LA FIESTA


mayo 2018


Si tenía que estar en San Salvador ese sábado, y el evento era jueves, pero jueves en la mañana había un… en fin, la única manera de estar en todos los lugares al mismo tiempo era haciéndolo. No era cualquier fiesta, tampoco: era el estreno de casa de Little Coins. Lo habíamos empezado a planear a finales de abril, en una mesa de Café Despierto con pizzas que nos coqueteaban desde su estructura para servir, elevadas. La planificación había seguido y aproveché las 5 horas de trayecto para entregarme a mi almohada para el cuello en un efervescente monólogo interno y poco trabajo. Llegaría solo a maquillarme, ponerme aretes e irme a 1001 noches, a las oficinas de Little Coins. Iría a reír, comer y beber. Encontrarme con caras conocidas y otras nuevas, y unos colegas, y qué tal si no hablamos de lo que ambos sabemos? Si buscás nuestra amistad en Facebook, encontrarás versiones más jóvenes de nosotrxs comiendo choripanes a las 2 AM afuera de la z. 14, pero esta vez no hablamos de esto: esta vez reímos de cosas que no tienen que ver con las camisas Havoline que llevamos puestas ese viaje corto, el de esa foto de la que no hablamos; esos momentos de 2011.


Las conversaciones del after, entre dos, fueron geniales.


El día siguiente se lo dediqué a mi resaca. Me habían ofrecido ponche para llevar y tuve interacciones innecesarias por What’s App hasta las 2 AM, pues a cualquier se le va un chiste interno con dedicatoria en un balcón. Pasé en pijama y eventualmente recorriendo el apartamento ilustre de Casa Américas, hasta que fue hora de irme. Sería la última vez que nos veríamos, pero yo no lo sabía.


La agenda (apretada) ignoraba la precariedad de tiempo que disponía. Me alcanzó para tener brunch en Café Despierto, we meet again, gesto que agradezco y que desencadenó una serie de pláticas con palabras dulces sumergidas en café. Y para cerrar, un café con Papalota Negra y su estrella de ese momento, Óscar Donado. Un abrazo en 3D, antes del bus hacia la vida real, sin batería en el celular.


Nunca tengo batería en el celular.

EL PUEBLO REVOLUCIONARIO


octubre 2017


Eran las 7:00 AM en San Salvador y yo estaba bañada y semi-vestida (probablemente en bata, probablemente a duras penas arrancado el día, contemplando el vacío cual novela de Virginia Woolf) frente a mi computadora, en mi estudio. Así comenzaban mis jornadas laborales, las de hace un año, no las de hoy.


Cathy me interrumpió mis vacilaciones con una invitación a ir a Cinquera, pueblo revolucionario en el departamento de Cabañas que conocía yo solo de nombre. Una “joya turística llena de historia,” sin duda. En una agenda rígida de profesores del Liceo Francés guiados por el testigo Rafael. Ella tentó su suerte, y no sabía qué respondería a esa propuesta impromptu de irse de viaje en unas cuantas horas. Dije que sí.


El tour empezó con un almuerzo en San Sebastián y compras en Ilobasco… pues, allí compré sorpresitas pícaras que quedarían tiradas en la parte de atrás de ese Toyota por meses. También compré café, para mi alero Eduardo y yo. Equipo Cinquera, allí vamos. Luego, nos instalamos en el hostal de nombre genérico como El Hostal, con quien luego negociamos un precio más barato debido a la averías del baño de la habitación y los daños a la paz mental. En el interim entre la cena a las 6:00 PM y la bienvenida al pueblo Cinquera, hubo un paseo con cerveza en mano. Apreciamos los murales de la zona y el monumento homenaje a las víctimas de la guerra, y a Monseñor Romero. Luego, con nuestra Pilsener camuflajeada, Rafael nos dio el discurso introductorio al tour de Cinquera: la historia de una guerra, su historia dentro de la guerra, los cerros aledaños y lo que sufrieron los que vivieron la misma historia de Rafael, allí en Cinquera.


Pero después de la noche de no dormir, no pude irme con los demás a conocer el pueblo y el cerro y la zona. Me habían prometido caminata y cascada, pero yo tenía que trabajar. Un día laboral, pero en Cinquera. Y ellos volvieron enlodados, y yo olvidé mis mom jeans favoritos en El Hostal, y comimos en Suchitoto, antes de volver a San Salvador. Volví cabal a tiempo para bañarme de nuevo, cambiarme e irme al Teatro Luis Poma.


Ese día, al volver de mi viaje exprés, lanzaron Distópica y hablé de mi texto, “Oro rosa”. También hablé de otros textos, con cervezas, y de otras cosas. Mi mente aún estaba viendo al lago Suchitlán.



LA GRANJA
agosto 2017


Llegué afónica a Hacketstound, N.J., tras haber sufrido de una gripe (la verdadera maldición de Moctezuma es la laringitis aguda potenciada por el cansancio inminente de los viajes cortos a México en general; al D.F. en particular) *tos* Descubrí a Penn Station, en Midtown, bajo el lente empañado de mi malestar, no sin antes tomar un subway desde Nostrand Ave., la estación/avenida limítrofe de los barrios Bed-Stuy y Crown Heights – mis barrios.


Hackettstown está compuesto por granjas: una cama de Lego verde con arbolitos. Sobre ella, casitas, bloques, cul-de-sacs y árboles. La gente de mi generación que trabaja en estas granjas está reinventándose, pues no puede parcelar tierras agrícolas. Yo quiero reinventarme con ellos y ofrecer tours y sandías y elotes y sándwiches. Hay un súper entero de licor y cervezas, “esto no es una tienda, es un universo”. Probé más IPA’s y cené una porción para una persona capaz de alimentar a 3, en un diner que sirve comida las 24 horas, al que chicos de Nueva Jersey solían ir por café ralo ilimitado y cigarros. Cené donde se gestaron infinitas intrigas de amores adolescentes, tal cual lo representa Hollywood en Say Anything de Cameron Crowe, por nombrar un ejemplo. Dormí en una escena de una película gringa, de esas que pasaban en el cable y con las que uno se encariña.


No era mi primera vez en N.J., ni será la última. El domingo bebí blueberry coffee, algo que tachar de la lista de cosas que hice sin antes haber sabido ni siquiera que existían. Fue el acompañamiento de mi cacerola rara de huevos estrellados en una especie de ratatouille de verduras recién cosechadas, y una cama de papas, porque todo es mejor con ese tubérculo. No quería volver a Nueva York, un amalgama de competencia en el que no sé de donde viene lo que a uno le sirven en el plato… no como en Nueva Jersey, donde los menús cambian según temporadas. ¡Y es que hubiera podido ir a cosechar mis propios duraznos! y luego hacerme experta hacedora de jaleas gringas.


Cuando muera, quiero que me recuerden como una mujer que amó la vida rural de Nueva Jersey y siempre se declaró fan de las papas. Y, quién sabe, a lo mejor acabo viviendo en mi propia granja norteamericana, perpetuamente afónica y ebria de fruta fresca fermentada. Les enviaré un día una invitación a una boda en Louisville, Kentucky y verán que no hay nada de malo con el exceso dentro del aislamiento.


LOS ALMUERZOS
mayo 2017





“We all have our rituals”


Uno de mis rituales es almorzar con un caballero cada vez que estoy en Guatemala, al principio o al final. El caballero se llama René y nos conocimos en el 2003, en San Blas. Hablamos de Harry Potter en la arena. Fumábamos de escondidas.


No recuerdo mucho de ese día entre semana, en mayo. No me fui en bus, me fui en carro, con el ahora difunto servicio de Intercity. Trabajé las cuatro horas, desde el cel, a través de Google docs. Esta vez almorzamos en Oakland. Pizza o pasta, o ambos; y los dos, René y yo, teníamos historias de Nueva York.


Fui al mercado central, por lo que iba, y encontré cosas que no esperaba. Después no sé si volví al apartamento de René, o si fui por café. La noche estaba apartada: cena con mis amigas de infancia, porque después me iba a Nueva York sin planes de regresar.


Los planes cambiaron. Vuelvo a guate, pero hace ratos que no almuerzo con René.

EL CUMPLEAÑOS
noviembre 2008


El viernes 28 concluyó una semana difícil, de esas de desvelo haciendo disertaciones de literatura comparativa y ejercicios lingüísticos en dos idiomas. Media vez había terminado de poner la última coma y el punto final en mi tarea de Dino Buzzati y Franz Kafka, tenía una copa de vino en mano… o vino, en un vaso, y labios enmoradándose. En calcetines, jeans flojos y camiseta de esas que es pijama o blusa dependiendo del contexto, soirée pequeña en la sala de mi apartamento compartido en Bordeaux. Muchísimo vino y muchísimas risas, sobre todo cuando nos repartíamos historias colectivas y, por turnos, le contábamos al invitado. Sergio era externo al grupo, y el grupo “muy querido.” Boté todas las tensiones, recordé viejos chistes y a caras conocidas y, de repente, me levanté a llamar a Matías. Nada más oportuno que estar despierta justo a las 12 AM y ser la primera en felicitarlo. “¡Te veo mañana! ¡Me voy a Poitiers!”, le grité al teléfono.


Fue una decisión tomada en el fervor de momento que presentaba un riesgo elevado de ser una promesa en el aire, pues esyaba yomando y sin boleto de tren. Pero el día siguiente, reconcí las paredes de mi cuarto y las dimensiones de mi cama y parpadée, buscando irrigar mis ojos con los últimos flashbacks. Huí a Poitiers, para evitar una reproducción semejante. Me había excedido y llegué a darle clases a Charles, un mi alumno que quería reforzar su inglés porque trabajaba en hotelería y turismo, con un boleto comprado y el cerebro a medias. Al terminar de analizar las diferencias entre “since” y “ago”, con ejemplos como “This yoghurt went bad 5 weeks ago! It has been bad since october 21st!”, me fui a Poitiers.


Esa fue la noche en la que perdí una bufanda, comí rissotto con el cumpleañero quien me hizo huevos rancheros al día siguiente. Hacíamos acentos como en nuestra adolescencia y nos sentamos en el piso de su apartamente a actualizarnos más: relaciones, tareas e universidad, secretos culinarios y cadáveres exquisitos. Hicimos una eppopeya que luego transcribí de mis recuerdos, la esencia misma de la tradición oral, en mi tren de regreso a Bordeaux. Es lindo visitar a Matías, la verdad, aunque sea por 24 horas.


LA EXPOSICIÓN


mayo 2008
Recién llegada de uno de los viajes más largos de mi vida (pero no el más largo), le escribí a un ÉL. Le dije que estaba en París, que me iba al día siguiente; que casi, casi nos veíamos para su cumpleaños. ¿Irme con mis maletas a dormir a su casa a un after? No, no gracias. ¿Exposición con desconocidos? Sí, eso sí. Pero no fui sola.


Me acuerdo de la artista que exhibía esa noche. Su vestido era largo, de tirantes, con un patrón como un pañuelo. Recuerdo las dimensiones de la micro-galería en una callesita no muy lejos de la parada de metro Bastille, y la luz perfecta. Las paredes blancas. Me acuerdo de las sonrisas, del maquillaje y del juguito que nos tomamos en el bus. ¿Era bus? No, no sé.


La noche no terminó en la expo, sino que nos fuimos, parte ahora del clan de desconocidos, a un restaurante. Hubo comida brasileña/árabe y champán, y pastel. Nos demoramos. ¿En qué momento es de buena educación irse?


Nunca, aparentemente. Nos quedamos hasta que se puso más incómodo. Perdimos en el último bus nocturno hacia Porte de Lilas, el barrio en el que ELLA, mi alera de esa noche, y yo siempre pedíamos combos en el McDonald’s de la esquina.


Lo que hicimos fue pedirnos una cerveza cara en la terraza de un bar de Bastille, comprar una cajetilla cara de Camel, dividir la cuenta en dos e irnos en taxi, riéndonos de nosotras.


LA SERENATA
marzo 2009


Mi querido amigo, antiguo co-star de la serie “El amor de mi vida”, me llamó justo cuando estaba viendo una cosa de unos boletos a St Raphaël, en el sur de Francia, un viaje esperadísimo. ¿Por qué no ir a París por un día, en vez? Mi tren al sur iba a posponerse por huelga, y la huelga iba a habilitar algunos trenes principales.


Hicimos una despedida con el vecindario (3 invitados, incluyendo a mi compañero de piso) para desearme buen viaje. Viajé sin nada, prácticamente. Iba, en teoría, a volver a Bordeaux 24 horas después no más a coger el tren nocturno al sur. Iba jugando una lotería, pues me subí y bajé sin pagar. Me preocuparía por el regreso, pero no en ese moment.


¿Qué hicimos? La noche se la dedicamos a cervezas y pizza barata con ÉL y ELLA (los mismos del cuento anterior), mi querido amigo y yo, sus compañeras de piso… una reunión familiar efímera, pero sentida. Al día siguiente paseamos, y cerca del río, hablamos de todo menos de él y yo, como verdaderos amigos. Nos habíamos demorado en llegar, pero allí estábamos. Ese mismo día me tenía que regresar, pero no pude.


Me salía muy caro volver a Bordeaux, para tomar el tren original. Estábamos en mi segundo hogar, el apartamento de mi querido amigo y amigas, escuchando Charles Aznavour, entrada la tarde. “Te sale más barato quedarte a vivir aquí,” pero no lo hice. En vez, me fui al supermercado a comprar provisiones y ropa extra. Hice malabares y compré un boleto de tren extra, y ya allí sí ya nos despedimos, como amigos. “Nos vemos”, nos dijimos. Opté por escuchar Charles Trenet y escribir y escribir, en este nuevo tren nocturno de 8 horas hacia el sur.


***


Quisiera más viajes exprés en mi vida. Ir al gimnasio regularmente, para tener a condición física que requieren estas idas y venidas. “Y vos qué venís a Antigua solo por dos horas?” Y sí, esa es la respuesta. Si pudiera hacerlo más lo haría, eso y otros viajes exprés, como la ida a comer tapas a Madrid que concebí en mi mente. Dos vuelos, un transatlántico, un sentimiento de crisis existencial, dos líneas de metro y un par de tapas. Aprovecharía para saludar cálidamente a mi querida amiga Carmen, y nos bajamos el agrio sabor a locura con un Vermut, y ya; de regreso.


mis volcanes